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Hermano Mayor. "Carrying My Bro"


Para ir a la isla de Zinga es preciso coger un bote de madera desde el puerto de Entebbe y bordear la orilla ugandesa del Lago Victoria durante unas horas. La barcaza que hace ese recorrido regularmente puede llevar hasta 30 personas y hace algunas paradas antes de Zinga, por lo que emplea más de 3 horas en llegar a la isla. El día que viajé alquilamos una embarcación privada en la que nos introducimos Diane, el alma de Island Mission Uganda, Rossie, auxiliar de la clínica en Zinga, y varios obreros traídos desde Kampala para trabajar en la ampliación de la clínica, además de algunos víveres y mi propio equipaje con material sanitario para labor de aquellos días. Salimos sobre las 17:30 cuando el sol ya caía sobre el lago, y pronto, a pesar de poner el desvencijado motor al máximo, se oscureció el cielo obligándonos a llegar a la aldea de Buganga con la noche y las estrellas puestas. El trayecto tuvo imprevistos: primero la demora en partir, luego la distribución de la carga en la vieja barca, también nos tocó achicar agua con una jarra de plástico, y finalmente el motor. Después de una hora y media exprimiendo los 40 caballos viejos la hélice decidió parar y pedir auxilio soltando una anémica fumata blanca. Los hombres del cayuco sacaron los remos y se arrimaron con premura al primer pedazo de tierra y manglar que encontraron. Todavía quedaban algunos rayos de sol calentando el plumaje de las garzas cuando la húmeda madera encalló en la arena de aquella isla. Era un terreno pequeño y que apenas levantaba relieve sobre el agua opaca del lago. Lo bordeaba un frondoso manglar que daba cobijo a las aves migratorias, y lo poblaban algunos pescadores nómadas y sus proles de aspecto humilde.

Pronto se empezaron acercar y vinieron a escasos metros de nuestra popa. El capitán saltó a la playa y se perdió entre la maleza durante casi 20 minutos. Saqué mi cámara sin desembarcar y comencé a lanzar disparos aquí y allá; los niños miraban curiosos y se hablaban entre ellos comentando, quizá, los extraños actos del forastero aún en la barcaza. Uno de los niños portaba en su lomo un bebé, era su hermano, con apenas casi un año y somnoliento por la escasa luz y el calor del día que ahora se disipaba con las luces. Hermano mayor que no llegaría a la decena, pero fuerte, firme y responsable, valedor de las costumbres de su aldea y conocedor del arte del porteo de bebés, tan extendido como necesario en África, un lugar donde el atropellado territorio y la escasez de recursos harían ridículo el uso de cualquiera de los carritos que usamos en nuestro mundo a tal efecto. Hermano mayor se mostró risueño y sereno, dedicaba tímidas miradas a la cámara y tiernos ojos al bebé. Cedía el protagonismo al infante desconociendo que él mismo hacía lucir al enano brindando una escena digna de mil fotografías, perdido entre la chiquillería de alrededor y perdido entre el ocaso y sus contraluces, el objetivo se cerraba sobre el binomio fraternal ahuyentando cualquier interferencia y dejando un inmejorable “bokeh” tras el punto focal de sus ojos negros como el continente.

Yo seguía haciendo fotos cuando el capitán apareció acompañado de un desconocido, lo subió en volandas y este se entregó con sus herramientas al fueraborda. A los pocos minutos rugió de nuevo el motor, y la fumata que en un principio era blanca se volvió gris oscura para luego desaparecer en la brisa húmeda del lago. Desencallaba por fin la madera de la arena y poníamos rumbo a Zinga, dejando atrás el manglar, las garzas y a los niños nómadas. La tripulación entornó sus ojos a poniente y yo, todavía de pié y con la cámara apuntando a la orilla, me despedía disparando mi Nikon a los hermanos con el diafragma completamente abierto y el corazón en la mano.

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