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Dar a Luz en una oscura sala.


Antes de Mayo de 2015 en la isla de Zinga no había ningún punto de asistencia sanitaria. Muchas mujeres se enfrentaban solas al embarazo contando con la única ayuda de la sabiduría popular y el instinto, si querían dar a luz en un entorno medianamente seguro tenían que viajar a Entebbe en los días próximos al alumbramiento, a unas 3 horas en cayuco desde la isla, y con el coste que en la mayoría de los casos no se podían permitir. El resultado final era que la gran mayoría acababa pariendo en su propia cabaña y a solas, o con la improvisada ayuda de alguna vecina o familiar. La mortalidad perinatal, tanto para los bebés como para las madres, era altísima. Pero desde esa fecha, Zinga cuenta con la clínica de Island Mission Uganda, una iniciativa que ha costado mucho hacer realidad y que dispone hasta el día de hoy de una humilde estructura, material sanitario básico y la constante presencia, día y noche, de un enfermero ugandés, Deo.

El último día que pasé en Zinga había comenzado muy bien, atendí algunos pacientes nuevos y revisé algunos casos ya valorados en los días anteriores. No había tenido incidencias relevantes en toda la mañana y decidí ir a por unas “Nanasi” (piñas). Me habían comentado que existía una gran cultivo al otro lado de la isla, y hasta allí me fui en “boda boda”, una motocicleta de alquiler que en este caso fue pilotada por Collins, experto conocedor de la isla y buen amigo. Al volver ya eran las 14:00 y el día se había vuelto muy caluroso, la explanada enfrente de la clínica levantaba una suave estela de vapor que agravaba la húmeda sensación térmica del mediodía. Entré en el consultorio y pude percibir un silencio atípico. La puerta de la enfermería estaba cerrada, algo inusual. Empecé a llamar a Deo y tardé varios segundos en recibir la apagada respuesta de mi enfermero. Abrió con timidez la puerta y noté en su cara un gesto de preocupación: She is delivering! Había una jovén mujer que estaba dando a luz.

Rápidamente me puse unos guantes estériles y me coloqué a los pies de la parturienta. Breves y concisas preguntas para conocer antecedentes, gestaciones previas, y estado actual de la situación. Ella, con el pelo muy corto y la sonrisa borrada de su cara, se encaraba indolente a un alumbramiento más de su aislada vida en Zinga. Postrada sobre una camilla vieja, los dos sanitarios compartíamos graderío entre sus piernas con los ojos bien abiertos y las manos dispuestas. No nos dio tiempo a coordinar con ella la respiración y contracciones, aunque era evidente que no hacía falta, sabía perfectamente lo que tenía que hacer... y lo hizo. Dos empujones con los dientes apretados y mi mano derecha se fue instintivamente a sujetar el ángulo inferior de su periné para que no se rasgara. Pronto apareció una pequeña cabeza y mi mano izquierda la acompañó con suavidad para hacerla rotar en el sentido de las manecillas del reloj. La joven isleña cogió resuello, me miró con alivio y luego buscó a Deo. En él mantuvo la mirada intensa para dar paso a una exhalación brusca que inundó la estancia de dolor. La cabeza de la criatura terminó de encontrar su sitio fuera del canal del parto, luego el hombro, el otro hombro... y finalmente sus pies. Ahora estaba ya entre mis manos, quieto, ensangrentado, y buscando inspiración para respirar por primera vez. Un niño! Es varón! Era tan pequeño y tan pálido! sus negros ojos aún no se habían dignado a aparecer y yo sólo ansiaba escuchar su llanto. Lo sacudí con suavidad y él, muy curioso, entreabrió los párpados; es entonces cuando entró en primicia el aire africano cálido y húmedo en sus pequeños pulmones. No hizo falta la mítica palmada, ni tampoco el llanto. Había nacido un nuevo niño de la tribu de los Bugandan que no lloraba ante un blanco, no podía sentir miedo porque no le parecía extraño, al menos no más extraño que cualquier otra cosa captada ahora por su recientemente inaugurada retina. Una joven mujer había dado a luz en una oscura sala de enfermería.

Deo tomó al niño y lo posó encima de su madre aún exhausta, me dejó los honores de cortar el cordón umbilical y de buen gusto se lo agradecí.

No apareció ningún pediatra, ni ningún tocólogo experto, ni siquiera una matrona. El niño acabó encima de una mesa llena de trastos, envuelto en una sábana que había traído su madre, mientras que médico y enfermero nos apurábamos en limpiar los restos de aquel milagroso evento. 10 minutos tardó la placenta en caer, estaba completa. Algodón, toallas, agua de lluvia para limpiar… y sin darnos cuenta la puérpera ya deambulaba por la tétrica sala fajándose sus ropajes para tomar al niño en sus brazos por segunda vez. Y así sucedió sin más; sin paritorio, sin camilla ginecológica, sin monitores, sin especialistas, sin oxitocina, sin epidural, sin calmantes, sin agua caliente, sin el padre, sin cámaras de video, sin una cama en planta, sin electricidad. A puerta cerrada y con la luz de una pequeña ventana. Madre e Hijo, con la expectación nerviosa de un enfermero y un médico extranjero.

12 horas estuvieron con nosotros, porque 12 horas invita la clínica de Island Mission Uganda a supervisar el puerperio a cualquier mujer del lugar. 12 horas de visitas de familia y vecinos para conocer al nuevo inquilino de la isla. Le trajeron ropa, comida y pequeños obsequios, y el consultorio se convirtió sin previo aviso en una inesperada Maternidad.

Esta fotografía fue tomada en los minutos posteriores al alumbramiento, cuando ella y él compartían la misma camilla, exhaustos los dos, dolorida la madre. Una imagen que impacta por su crudeza y realismo extremo. Sin duda, el nacimiento de un nuevo ser es el momento más bonito al que puede asistir un médico y quizá el fenómeno más impresionante de nuestra naturaleza en sí, pero no deja de suponer una traumática experiencia para madre e hijo, cuya alegría y eclosión de afecto, no queda exenta del precio del estrés físico y el dolor padecido, factores que se agravan en lugares como la isla de Zinga, dónde apenas se cuentan con medios para atender con dignidad a cientos de mujeres que alumbran cada año.

Miguel, así se llama el niño, tiene ahora casi 3 meses y su piel se está oscureciendo. Es un bebé sano y pronto jugará con sus dos hermanos. Sus padres lo cuidan en una cabaña hecha de barro y ramas que no tiene más de 15 metros cuadrados, y si todo marcha bien, podrá asistir a la escuela que Island Mission Uganda está construyendo en la aldea.

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