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Mytiana. Retrato del Dolor.


Mytiana es un distrito situado en la región central de Uganda. Es un territorio de latifundios que se dedican al cultivo del té, cuyos perímetros desbordan de vegetación tan exótica como espontánea: Papayas, plataneras, calabazas, trigo, alfalfa, piñas, mangos, etc. Su gente es humilde, 100% labriegos, 100% ganaderos. El nivel de analfabetismo es abrumador y la renta per capita desciende considerablemente con respecto al resto del país. El distrito se ordena alrededor de su ciudad epicéntrica, que recibe el mismo nombre, y es el único lugar donde se puede disponer de asistencia sanitaria básica, localizando el servicio en su pequeño hospital comarcal. Mytiana está a tan solo 80 kms de Kampala, pero a pesar de esa corta distancia tuve que emplear hasta 4 horas para dar con el sitio.

Nada más llegar a Uganda me uní al pequeño grupo de médicos que llevaba varias semanas trabajando para Island Mission Uganda, habían dejado su labor en la isla de Zynga para ir a ofrecer unas jornadas asistenciales en Mytiana. Me vinieron a buscar al centro de Entebbe, y allí apareció con la característica impuntualidad centroafricana, una furgoneta cargada hasta arriba de materiales y de gente. Laura, Nieves, Carlos y Almudena, todos médicos y con actividad en Canarias. Carol era la única enfermera, también venía con el equipo canario. El resto de pasajeros eran colaboradores voluntarios que Diane, presidenta de Island Mission Uganda, había recolectado de sus más allegados, la mayoría de ellos profesionales sanitarios, todos, sin excepción, ugandeses comprometidos con la causa de la organización. Así viajamos casi 15 personas en un minibus antiquísimo, surcando carreteras inmundas, favelas, barrios marginales, y pedazos de selva ecuatorial, bañados en sudor y confortando el espíritu con cánticos africanos que entonaban nuestros nuevos amigos nativos.

Llegamos casi anocheciendo y aprovechamos los últimos rayos de luz para organizar un hospital de campaña en una casa abandonada en medio de los campos de cultivo. Todos nos preguntábamos si de verdad tendríamos pacientes al día siguiente, aquello estaba tan solitario!

A la mañana siguiente nos levantamos para dar cuenta de un frugal desayuno a base de frutas de los alrededores y pan traído de la ciudad. El aseo también fue muy discreto, lo que permitía un galón de agua recalentado y una pastilla de jabón para compartir. Pronto estábamos listos y cada uno en su puesto, y nos dimos cuenta de que la sala de espera ya empezaba a llenarse de gente que aparecía de entre los arbustos. Diane me contó que habían hecho correr la voz en los días previos a nuestra llegada y que mucha gente se había levantado en la madrugada para recorrer kilómetros y kilómetros de selva para ser atendidos por nuestro equipo. Efectivamente, la mañana avanzó y se hicieron pocos los asientos, que a pocas horas de inaugurar las consultas ya daban descanso a casi un centenar de hombres, mujeres y niños.

Trabajamos sin descanso haciendo diagnósticos de lo más inverosímiles: tuberculosis, VIH, neumonías, abscesos, tiñas, hipertensión, malnutrición, parasitosis, tumores de origen desconocido, cardiopatías, asma, procesos alérgicos, sarna, anemia, epilepsia, desórdenes neurológicos diversos… Daba igual la edad, daba igual el sexo, todos compartían un contexto preocupantemente similar: extrema pobreza, analfabetismo y carencia de una sanidad adecuada.

Él llegó de los primeros. Apareció en pleno crepúsculo y en silencio, respetando el canto de los pájaros y el murmullo de la hierba. Sus piernas cansadas por el tránsito de las veredas titubearon para tomar asiento, tantos años dedicado a la tierra le otorgaban varios títulos en Humildad, de la que hizo gala. Se presentó con su sombrero en la mano para decir con voz apagada: “Wasuze otya” (Buenos días). Observó desde una distancia prudencial nuestro ritual mañanero y no tomó asiento hasta que se le invitó a hacerlo. Aún así, volvió a levantarse a los pocos minutos para dar su sitio a una embarazada recién llegada. Contempló pacientemente desde su posición y pasaron las horas hasta que no pude evitar acercarme para interesarme por su visita. Es entonces cuando reparé en su rostro. Ojos profundos, esclerótica amarillenta y párpados tristes. Su piel oscura estaba pintada de minúsculos destellos de sudor, interminables grietas la surcaban formando la huella del tiempo en su cara, convirtiendo sus 55 años en un semblante octogenario. Sus manos eran rudas y ásperas como la tierra; sus uñas opacas como la madera. Los brazos, agotados por el trabajo, lucían firmes y desprovistos de cualquier resquicio de tejido graso; venas y músculos sobre un esqueleto dolorido. La línea de su cuerpo se levantó del asiento doblada, inclinando su cabeza hacia el suelo para, con un gesto de esfuerzo, volver a la verticalidad y evitar así la caída del sombreo. Podría haber medido 1’70, pero el peso de la vida le dejó en 15 centímetros menos. Avanzó tembloroso hasta mi puesto médico y con la ayuda de un traductor espetó su pregunta, aquella consulta que trajo consigo desde su precaria choza, a muchos kilómetros de allí, a incontables horas de camino en la madrugada. “Me duele el cuerpo” Fin de la cita.

Abrumado por las palabras del traductor y confuso aún por toda la situación que nos rodeaba, tomé consciencia de que aquel grandísimo ser humano me estaba presentando con absoluta solemnidad el síntoma más importante del padecimiento humano. El origen de la medicina, el motivo de mi profesión, el tema principal de todos los tratados de Patología General; una minucia para muchos pero todo un universo para aquel pobre labriego que quiso resumir su precario estado de salud con sólo una palabra. Síntoma, signo, y en este caso todo un Diagnóstico certero. Confieso que me quedé bloqueado y que mis 13 años de práctica asistencial se borraron de mi memoria por un instante, impidiéndome avanzar en explicaciones al granjero. Le agarré las rudas manos y le respondí en Luganda: “bulungi” (gracias!). Tardé todavía unos minutos en recuperarme y conseguir reunir un puñado de analgésicos que le ofrecí con unos breves consejos. Finalmente le pedí su permiso para tomar una fotografía y le retraté. El hombre retrocedió despacio y se fundió de nuevo con el gentío, permaneciendo anónimo con sus paisanos hasta que cayó la tarde sobre Mytiana. El hombre se unió a un grupo de caminantes, con los analgésicos en una mano y el sombrero en la otra para decir adiós sin palabras, encaró el sendero y se perdió al poco entre los cultivos de té para nunca más volver.

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