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El Mago de la Colina.


Se había convertido en una costumbre. Tras varios días en la isla, los niños sabían que por las tardes solía ponerme en la puerta de la clínica a tomar café, a hablar con los obreros y a intercambiar conocimientos y maneras de hacer con Deo, mi enfermero Ugandés. Me gustaba ese momento porque la luz del ecuador cobraba todo el magnetismo en esas horas, y me gustaba ese lugar porque toda la vida de una aldea pasaba delante de mi a cámara lenta, minuto a minuto, en un descarnado streaming, tarde tras tarde... Qué regalo es prescindir de las incontables pantallas que nos azoran aquí! hay tanta vida por descubrir! imagina por un instante que tu teléfono móvil no funciona, que la batería se agotó hace días y que no esperas llamadas ni mensajes durante las próximas semanas. Qué paz! te queda tanto tiempo para contemplar! Contemplación. La virtud que hace posible la ciencia, pero también la capacidad de sorpresa; una herramienta que invita a la autoconsciencia y a la reflexión, la excusa perfecta para recalibrar tu GPS existencial y reubicarte en el universo, también en los complejos matices de la existencia.

Ellos estaban ahí. Siempre. Venían sobre esa hora y jugaban sin juguetes mirando de cuando en cuando al interior de la clínica para ver si me encontraban. En cuanto me divisaban reían. Emitían carcajadas sonoras para llamar mi atención, y maquinaban entre ellos para provocar en mi cualquier reacción. A veces se hacía muy difícil trabajar con la chiquillería en la puerta, pero en África ellos son parte del escenario habitual, no se entiende la vida sin los niños. En ocasiones hasta tenía que cerrar las cortinas y la puerta, para defender la intimidad del acto médico o mantener un mínimo de orden en la consulta, aún así no podía evitar sentirme molesto con en el consecuente sentido de culpabilidad. Por eso decidí pasar a la acción, alguien me dijo una vez que la mejor defensa es el ataque. Hablé con Rossie, la auxiliar de la clínica, y le dije que convocara a todos los niños: iba a contarles una historia.

“EL MAGO DE LA COLINA”

Hace dos noches, cuando la luna lucía redonda, dormía plácidamente en la camilla de la consulta cuando sobresaltado me desperté. Estaba acostumbrado a la lluvia que golpeaba con fuerza el techo de planchas, orquestaba una sinfonía que empezaba puntual a media noche y ponía fin sobre las 3:00 de la madrugada. Aquella noche, al cesar el último compás, mis ojos se abrieron como se abren las puertas de una escuela en el primer día de colegio, y el sueño no volvió jamás. Con cuidado me deslicé hacia el suelo y calzándome las botas salí del consultorio a respirar el ozono que había liberado el monzón. Se veía perfectamente la colina, allí a lo lejos, como la silueta de un monumento antiguo cortando el horizonte. Algo me resultó anormal. Sentí una extraña sensación que me recorrió el cuerpo todavía entumecido por el corto sueño, y es entonces cuando lo oí. Era como un susurro, pero no un sonido más de la jungla, era algo que se movía en una frecuencia de onda diferente. Tenía la sensación de que sólo lo podía oír yo. Sin duda eran palabras que, aunque susurradas, viajaban desde mucha distancia hasta mi posición. Yo no las entendía, pero sabía que estaban pronunciadas en Luganda, la lengua más hablada en el territorio. Llámenme loco, pero me puse a andar. Cogí el camino que sale de Buganga hacia el norte y tomé el primer cruce a la izquierda, el sendero que subía a la montaña. Las ramas de los arbustos me desperezaban rozándome la cara, y la voz se hacía más intensa con cada paso de bota que daba. Cuando empecé a notar el cansancio tomé un palo en el camino, y me apoyé en él para culminar los últimos 200 metros que me dejaron en la cima. Había una antena altísima coronando el claro y por mucho que busqué señales en aquel monolito de hierro no sacié la curiosidad que me había movido hasta aquel lugar. Pronto escuché el susurro en mi oreja y viré la cara hacia el lado de procedencia, divisando en el extremo del claro una arboleda densa y oscura. Me sobresalté cuando dos minúsculos destellos brillaron en paralelo y la silueta de un pequeño hombre destacó sobre el fondo de árboles que quedaban detrás. Ese era el misterio, ese era el origen de la extraña voz.

Me acerqué y el hombre me resultó más pequeño aún.

  • "Mi nombre es Nsubuga, y yo te he llamado."

Nsubuga, me contó que era muy anciano y que nació cuando no había fronteras. Dejó la aldea cuando sólo era un niño, sus padres habían muerto y encontró en la misteriosa montaña el silencio y la paz que ansiaba tras su dramática infancia. Dormía de día y vivía la noche. Se alimentaba de sapos, culebras y pequeños pájaros, el monzón le daba de beber y la selva le daba cobijo. Nsubuga hablaba con las estrellas y el viento le respondía. El conocía ritos y magias que usaba para proteger a la gente de la aldea, pero también usaba conjuros para ahuyentar a los malhechores. Las islas del lago son frecuentadas por vagos y maleantes que huyen de la justicia en la ciudad, y Nsubuga conocía sus más íntimas malevolencias provocando en él la ira que no pocas veces terminaba por descargar. El viejo me clavaba sus palabras pero también sus oscuras pupilas en las mías. No le extrañaba el color de mi piely tampoco las extrañas palabras que mi boca decían. Me dio consejos con sus arrugadas manos y finalmente me arrebató el cayado con el que había conseguido llegar hasta él. Lo levantó sobre su cabeza y sus dos brazos, y habló una vez más con los astros cerrando sus brillantes ojos por primera vez. Nsubuga cantó con la voz quebrada y sacudió las últimas notas con el palo para dejarlo otra vez a mi lado. Me dijo: “dile a los niños que este palo te lo ha dado Nsubuga, el que come sapos y culebras, el que duerme de día y vive la noche. Deben dejarte trabajar. Cuando este palo esté contigo sus voces deben callar porque Nsubuga observa desde la colina y su magia no tardaría en aparecer. Diles que estudien, que ayuden en la aldea. La isla les da sustento ahora para que cuando crezcan devuelvan con su talento el estipendio. Ahora vuelve a tu lecho y descansa. Mañana vendrán más enfermos.”

Al poco ya estaba otra vez en la camilla, sin las botas, con el bastón de madera a mi vera. Los ojos se cerraron y el día sucedió sin previo aviso despidiendo al Mago en su colina.

La historia había llegado a su final pero todavía quedaba el retardo de la traducción que Rossie había venido haciendo durante todo el relato. Yo la conté en inglés, ellos la escucharon en Luganda. Los niños ahora la miraban a ella expectantes y finalmente si hizo un silencio sepulcral. Nadie decía nada. Volvieron la mirada a mi buscando alguna reacción, y es entonces cuando saqué el mencionado palo de detrás de mi. Había permanecido escondido durante toda la historia. Sus ojos, que ya estaban bien abiertos, se hicieron aún más grandes y los blancos dientes de sus inmensas bocas aparecieron. Algunos, especialmente sobresaltados, se pusieron repentinamente de pié, y blandiendo el bastón en mi mano espeté con énfasis: NSUBUGA! Todos salieron a escape. Rossie reía a carcajadas y los niños huían entre risas y tropiezos pero con la incertidumbre de si la magia estaría surtiendo efecto tras su estela colectiva. A partir de aquel mismo momento el palo mágico quedó en la puerta de la clínica durante las horas de trabajo, los chicos sabían que mientras el amuleto allí estuviera debían permanecer cautos y en silencio y sólo al retirarlo podrían comenzar los juegos.

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